I. La nueva era de los imperios
Las lógicas de dominio imperial, especialmente las de las potencias que no tienen contrapesos en sus sistemas políticos internos, suelen mantener conflictos hegemónicos y crear episodios de enfrentamiento militar en zonas en disputa. En ocasiones pactan repartos de espacios de influencia, como ahora parece ser el caso entre Estados Unidos y Rusia.
La lógica imperial de Estados Unidos
Estados Unidos se apoyó después de la segunda guerra mundial principalmente en un esquema de “seguridad colectiva” a partir de la alianza militar, política y económica con Europa occidental. Esta alianza, plasmada militarmente en la OTAN, se constituyó en la etapa de la guerra fría contra la URSS y luego contra Rusia, con un respeto proclamado de las soberanías territoriales de los Estados y del principio de autodeterminación, salvo acuerdo en sentido contrario del consejo de seguridad de Naciones Unidas. Estados Unidos sostuvo hasta cierto punto a Naciones Unidas desde su creación y los posteriores procesos de descolonización, aunque sin privarse del uso imperial de la fuerza militar, como en los casos de Corea y los resonantes -aunque fracasados- casos de Vietnam, Laos y Camboya y más tarde Somalia, Irak y Afganistán, violando el derecho internacional. En América Latina y el Caribe, en la posguerra Estados Unidos organizó la invasión mercenaria de Bahía Cochinos a Cuba en 1961, invadió República Dominicana en 1965, Granada en 1983 y Panamá en 1989. También ha usado permanentemente las “operaciones encubiertas” destinadas a derrocar gobiernos, lo que en nuestra región no logró en el caso de Cuba, Nicaragua o más recientemente Venezuela, más allá de lo que se opine legítimamente sobre la ausencia de democracia en esos países, que los bloqueos económicos no contribuyen, en todo caso, a revertir sino que castigan a los pueblos. En América Latina, las intervenciones de Estados Unidos tuvieron éxito en los años 1960 y 70 en Centroamérica y el Cono Sur, con el resultado de favorecer sangrientas dictaduras militares, en particular en la época de Nixon-Kissinger. A partir de Carter se dio lugar a la devolución del canal de Panamá a su legítimo dueño. Luego el gobierno de Reagan, que combatió duramente a la revolución sandinista y a otros gobiernos, dejó de oponerse a la pacificación democrática de Centroamérica y los gobiernos de los Bush se acomodaron a las transiciones en el Cono Sur y posteriormente a los gobiernos progresistas en el continente. Obama pareció buscar incluso una normalización con Cuba, que luego Trump revirtió, agravando el prolongado bloqueo a Cuba por décadas.
El actual enfoque estadounidense sobre China y Rusia deja atrás la arquitectura internacional construida desde la segunda guerra mundial. El segundo gobierno de Donald Trump evidencia una voluntad imperial que se acomoda con la de Vladimir Putin y de Rusia. Sostiene más o menos explícitamente que Estados Unidos y Europa deberían buscar apaciguar a Rusia, forzar a Ucrania a proponer un acuerdo de paz a Vladimir Putin e incluso invitar a Moscú a unirse al G7, con el objetivo de contener a China, un país que, para los dirigentes de Estados Unidos, sería el único competidor con la intención de remodelar el orden mundial y que cuenta cada vez más con el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo. A finales de febrero de 2025, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, declaró que Estados Unidos "no [podía] permitir que Rusia se convirtiera en el socio de China", como si no se tratara de algo que ya ocurre.
China es mucho más poderosa que Rusia (tiene una población diez veces mayor y un producto interno bruto nueve veces superior), aunque Rusia sigue siendo una gran potencia nuclear y militar, cuyo poder interesa a China para contrarrestar la influencia militar occidental, a pesar del gran diferendo sino-soviético de los años 1960 que llevó a Mao a pactar con Nixon contra la URSS. Como principal exportador mundial de productos manufacturados, China es hoy la única potencia cuyas empresas son capaces de competir con las de Estados Unidos, Europa y Japón en el ámbito tecnológico y de bienes industriales y ha sido el gran beneficiario de la globalización desde 1980. El comercio bilateral entre China y, por otro lado, Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido pasó de 96 mil millones de dólares en 1995 a 1,46 billones de dólares en 2024. Aunque China tiene un régimen de partido único y no acepta las observaciones internacionales sobre derechos humanos, no ha iniciado una guerra de agresión desde la guerra sino-vietnamita de un mes en 1979 y la invasión durante seis meses del himalaya indio en 1962, además de la reanexión del Tibet en 1951, terminando con su independencia de facto desde 1912. Mantiene, no obstante, una presión por el dominio en el mar de China y sobre Taiwan, que considera una provincia propia, como históricamente ha sido. Pero no es parte de su política la extensión de un dominio territorial directo a otras partes del globo.
Desde la época de Obama, Estados Unidos se propuso contrarrestar el poder emergente de China mediante el reforzamiento de las alianzas con, entre otros, Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia. Esta prioridad no ha dejado de incluir la pretensión de Estados Unidos -que representa menos del 5% de la población y el 15% de la economía, pero acumula el 40% del gasto militar en el mundo- de mantener bajo subordinación al Medio Oriente y a partes de Asia y África, además de América Latina. El Medio Oriente vive en un conflicto permanente por el control de sus recursos energéticos en medio del fracaso de la solución de dos Estados en Palestina y de los acuerdos de Oslo, con el fortalecimiento del supremacismo israelí apoyado por Estados Unidos, y en buena medida por Europa, y con una alianza de largo plazo de las dinastías del golfo pérsico con Estados Unidos. África vive las prolongadas secuelas de la colonización europea y del fin del Apartheid, y partes del continente permanecen inmersos en conflictos internos y externos por el acceso a sus recursos, en medio de una fuerte y persistente dinámica demográfica que alimenta diversas corrientes migratorias.
Donald Trump y Vladimir Putin comparten ahora el enfoque de poner fin al multilateralismo y avanzan en una idea radical: la de una suerte de “derecho de vasallaje” del entorno geográfico que la historia le conferiría a las grandes potencias. Trump sostiene sin ambages que Canadá y Groenlandia, territorio asociado a Dinamarca y a Europa, y el Canal de Panamá, soberano desde hace décadas, deben ser parte de Estados Unidos. Excluye a México, que perdió en manos de Estados Unidos un tercio de su territorio en el siglo XIX, y al resto de Centroamérica, básicamente por la lógica de “supremacismo blanco” respecto a los indígenas y mestizos que constituyen el grueso de su población. No es es solo el privilegio de la fuerza y de la imposición del poder reprimiendo las libertades lo que caracteriza los liderazgos y opciones autoritarias, también suelen serlo el racismo puro y duro y el masculinismo, en sus componentes de dominación patriarcal sobre la mujer y de intolerancia con la diversidad sexual.
Trump y su secretario de Estado Marco Rubio no esconden, además, su animadversión contra los regímenes cubano, cuya independencia siempre han cuestionado, y venezolano, cuyas amplias reservas de petróleo ambicionan controlar. Además, Trump se propone establecer un enclave soberano en Gaza mediante una limpieza étnica de la población realizada por Israel, lo que le aseguraría una presencia de Estados Unidos en el Mediterráneo.
El acercamiento entre Trump y Putin tendrá probablemente un precio que el primero le cobrará al segundo: el dominio de Europa del Este y partes de Asia para Putin y el de América y al menos el hemisferio occidental y el Medio Oriente para Trump. Este buscará, probablemente, disminuir la creciente dependencia rusa respecto a China y limitar su influencia en los países del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y otros asociados) y en general en el llamado “Sur Global”.
El expansionismo ruso
En estas luchas hegemónicas hay naciones que tienen la mala fortuna de estar situadas geográficamente en zonas en disputa entre potencias mayores, sin disponer de capacidad estratégica suficiente para garantizar por sí solas su independencia, o deben hacerlo al costo de un gran sufrimiento o de alianzas en medio de contorsiones azarosas.
Es el caso de Ucrania, en que se combina una antigua voluntad de independencia nacional y la herencia histórica de la vecindad e integración en el imperio ruso desde 1721 a 1917 y más tarde en la Unión Soviética entre 1922 y 1991, aunque fue reconocida como nación independiente por la República Socialista Soviética de Rusia dirigida por Lenin durante la breve vigencia del tratado de Brest-Litosvk en 1918. La Ucrania actual incluye una población pro europea occidental mayoritaria y otra más pro rusa -e incluso ruso parlante, como es el caso del propio presidente Volodímir Zelenski- en el este, que se ha visto confrontada a una renovada voluntad expansiva de la Rusia de Vladimir Putin. El diseño estratégico de su régimen político autocrático, lo que le otorga una gran popularidad nacionalista interna, es volver, al menos en el caso de Ucrania, a las fronteras del imperio gran ruso de la época de los zares.
La soberanía de Ucrania fue reconocida formalmente al desaparecer la URSS en 1991 por parte de la Federación Rusa, en la etapa del mentor de Vladimir Putin, Boris Yeltsin, a cambio del traslado del arsenal nuclear soviético a Rusia. Luego de la independencia, las turbulencias geopolíticas de Ucrania se acentuaron desde la revolución del Maidán en 2013. Esta no fue un golpe de Estado, como sostiene la propaganda rusa, sino una insurrección seguida por elecciones libres, a propósito de la negativa por parte del presidente pro ruso Víktor Yanukóvich, que terminó huyendo a Moscú, de viabilizar la adhesión de Ucrania a la Unión Europea votada por el parlamento y preferida por la mayoría de la población en sucesivas elecciones. El Kremlin ha presentado a los siguientes gobiernos electos como marionetas de Washington y al judío ucraniano Zelensky como un "neo-nazi". Putin desconoció la independencia de Ucrania al invadir la península de Crimea en 2014 -anexada por Rusia desde Turquía en 1783, con varios cambios de ocupante en la guerra civil posterior a 2017 pero finalmente integrada en la URSS en 1921 bajo la forma de República Autónoma Socialista Soviética de Crimea, luego disuelta en 1945 e integrada como provincia de la República Socialista Soviética de Rusia y luego transferida en 1954 a la República Socialista Soviética de Ucrania, dada su conexión territorial con ésta- e invadir más tarde el conjunto de Ucrania en febrero de 2022. En este empeño fracasó militarmente, pero ha logrado un control que abarca cerca de un 20% del territorio de Ucrania internacionalmente reconocido y ha anexado, en la más tradicional lógica imperialista, a las regiones ucranianas conquistadas por la fuerza, violando la integridad territorial de Ucrania, como previamente la de partes de Georgia.
Putin alude la necesidad de responder al expansionismo de la OTAN desde el fin de la guerra fría y a lo que entiende es el incumplimiento de promesas por parte de los occidentales de no expandir esa alianza militar hacia el Este al desintegrarse la URSS. Las garantías verbales y públicas de Baker y Genscher, entonces ministros de relaciones exteriores de Estados Unidos y Alemania Federal, fueron hechas a Gorbachov, pero no se tradujeron en pactos formales. La Rusia de Yeltsin consagró, en cambio, la independencia de las naciones que no permanecieron en la Federación Rusa al disolverse la URSS. Recordemos que la URSS implosionó y se desintegró sin intervención militar externa, luego de un largo estancamiento institucional, económico y tecnológico. Esto fue fruto de una amplia pérdida de la legitimidad popular de su régimen de partido único nacido de la revolución de 1917 y reforzada en la terrible y exitosa lucha contra la Alemania Nazi en alianza con Gran Bretaña y Estados Unidos.
En todo caso, Ucrania hasta hoy sigue sin ser parte de la OTAN, aunque solicita serlo. Debe tomarse nota que la expansión de la OTAN hacia naciones que formaron parte de la Unión Soviética, o bien que estuvieron bajo su férula como resultado de la segunda guerra mundial, tuvo como base la combinación del afán de extender el dominio hegemónico occidental y su influencia hacia el centro y el este europeos, con la expresa voluntad de consagrar una independencia de Rusia por parte de la ciudadanía de esos países, una vez que su opinión volviera a pesar en las decisiones de sus Estados. Esta ciudadanía se fue pronunciando muy mayoritariamente por alejarse del dominio ruso e integrarse a la Unión Europea, dada una negativa memoria histórica del rol del imperio zarista y de los precedentes constituidos por las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia, junto al tardío golpe de Estado en Polonia. Se estableció así un mayoritario juicio negativo sobre la tradición autocrática rusa, que nunca dio lugar a libertades democráticas, y a su sostenida vocación de dominio territorial hacia el centro de Europa.
La invasión rusa de Ucrania es inaceptable desde el punto de vista del derecho internacional y de un orden global en que prime la resolución pacífica de los conflictos. Además, logró lo contrario a un retroceso de la OTAN, que presidentes como Macron habían llegado a declarar “clínicamente muerta” antes de esa invasión. Al revés, Suecia y Finlandia, país con una extensa frontera con Rusia, abandonaron su neutralidad y se han incorporado a la alianza militar atlántica, mientras la Unión Europea aceleró el proceso de incorporación de Ucrania.
Pero ahora se ha producido un vuelco de amplias consecuencias. La nueva realidad con el segundo gobierno de Trump, lejos de considerar cualquier tipo de asistencia futura a Kiev, es que se plantea cobrar con una tasa usurera la ayuda estadounidense otorgada desde el inicio de la invasión rusa en 2022. Pide ahora a Ucrania nada menos que derechos exclusivos y "a perpetuidad" sobre "los recursos minerales, petroleros y gasíferos, los puertos y otras infraestructuras", regido por la ley del estado de Nueva York, con exclusión de cualquier otra jurisdicción. Establece que Estados Unidos recibirá, con una cláusula de prioridad, la mitad de los ingresos percibidos por Kiev en concepto de extracción de recursos, así como el 50 % del valor financiero de "todas las nuevas licencias otorgadas a terceros".
Trump ha fijado públicamente en 500.000 millones de dólares el total del valor reclamado a Kiev, lo que equivale a dos años y medio del producto interno bruto. Como subraya el diario Le Monde, se desconoce por qué la cifra alcanza este nivel estratosférico, ya que el presidente estadounidense estimó en Fox News que los gastos de Estados Unidos en favor de Kiev ascendían a 300.000 millones de dólares, añadiendo que sería "estúpido" gastar más. Demostrando el poco interés que tiene por la independencia de Ucrania, declaró que este país "podría volverse ruso, o no, pero [él] quiere recuperar ese dinero". Los cinco paquetes de ayuda aprobados por el Congreso en favor de Ucrania ascienden, en todo caso, a 175.000 millones de dólares, de los cuales 70.000 millones han sido destinados a empresas de armamento estadounidenses.
Según los medios ucranianos, Zelenski rechazó el borrador de preacuerdo el 12 de febrero, día en que el secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent, visitó Kiev. Según el Washington Post, el presidente ucraniano solo tuvo unos minutos para leer la propuesta de Washington antes de su encuentro con Bessent. Zelenski condiciona cualquier acuerdo sobre la explotación del subsuelo ucraniano, ya sea con Estados Unidos o con países de la Unión Europea, a garantías de seguridad para su país.
Sin embargo, la iniciativa de ofrecer en bandeja los recursos minerales ucranianos a Estados Unidos proviene del propio Zelenski. Su idea, revelada en septiembre de 2024, era que al atraer empresas estadounidenses con grandes inversiones y lucrativas ganancias, Washington extendería automáticamente su paraguas militar. De este modo, disuadiría a Moscú de volver a invadir el país. Sin embargo, el presidente ucraniano probablemente no esperaba condiciones tan humillantes, que parecen destinadas a castigar a un enemigo derrotado y no a un aliado, como lo fue Washington hasta la toma de posesión de Donald Trump el 20 de enero. La administración presidencial ucraniana está trabajando una contrapropuesta que pudiera ser interesante para Trump, pero entretanto las relaciones se envenenan. Trump le ha asignado insólitamente a Zelensky la responsabilidad por la invasión rusa de febrero de 2022 y lo trata de dictador, mientras busca forzar elecciones para desplazarlo.
Este intento de diktat y de apropiación colonial de recursos se da en medio de un cambio de alianzas de Trump en Europa, lo que es evidentemente rechazado por los que temen futuras amenazas rusas a su integridad territorial en el Este. Pero los países europeos no se resuelven, aunque es posible que terminen siendo forzados a hacerlo, a romper con la dependencia militar respecto a Estados Unidos y a conformar una defensa europea que haga frente a los intentos de expansión rusos.
Trump expresa abiertamente su animadversión hacia una Europa unida, y más aún si es liderada por Alemania, que considera un rival económico, y por Francia, que considera no confiable. Prefiere intentar disgregar a Europa y pactar con los gobiernos de ultraderecha de Italia, Hungría y Eslovaquia, que son firmes aliados ideológicos y políticos del trumpismo, y promover al resto de partidos neofascistas en el continente, lo que también hace Putin. Trump rechaza las tradiciones democráticas y antifascistas europeas y la defensa de los derechos humanos, como develó provocadoramente el vice-presidente J. D. Vance en la Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada del 14 al 16 de febrero. Dio un sorprendente apoyo a la ultraderecha alemana, heredera del nazismo, en una paradojal postura para un país que perdió a 400 mil soldados en la segunda guerra mundial luchando contra los nazis, en la época de Roosevelt.
Esto revela que las proximidades ideológicas y las “pasiones tristes”, en la expresión de Spinoza, pueden ser más importantes que la construcción estratégica de defensa de intereses mutuos, lo que había prevalecido en el orden de posguerra entre Estados Unidos y Europa, más allá de las posturas autonomistas de De Gaulle.
El hecho histórico es que Trump abrió ahora una negociación directa con Putin, sin Ucrania y sin Europa, para forzar una paz que consagre las conquistas militares de Rusia, que considera legítimas si se acompañan de contrapartidas para los intereses de Estados Unidos en Europa y en otras partes del mundo, y desde luego respecto a los recursos minerales de Ucrania, mediante lo que no puede sino calificarse de chantaje. Los términos de las negociaciones directas que se reanudaron el 18 de febrero entre Moscú y Washington no incluyen demandas de reparaciones y contemplan el levantamiento de las sanciones contra Rusia.
Entretanto, Trump sancionó a los miembros de la Corte Penal Internacional por sus investigaciones sobre delitos de genocidio y crímenes de guerra en las acciones de Israel en Palestina y se empeña en derrumbar el multilateralismo de posguerra. Al menos en teoría, este tiene la virtud de consagrar la autodeterminación de los pueblos y su soberanía y, después del trágico drama del holocausto, la protección de los derechos humanos por la ley internacional.
La pretensión de Trump de que Israel realice en Gaza un desplazamiento forzado de la población palestina, lo que prohibe expresamente el derecho internacional, y de apropiarse de ese territorio para realizar un proyecto turístico e inmobiliario con fines lucrativos, revela que se está ante un imperio ahora dominado por una oligarquía plutocrática que busca nuevas conquistas territoriales y el control de más recursos. Y que reivindica sin ambages la ley del más fuerte, pasando por encima de los derechos de las personas y de los pueblos, conquistas de civilización dignas de seguir siendo defendidas universalmente.
No puede dejar de mencionarse que es contradictorio negar a Ucrania, y potencialmente a las naciones que fueron parte de la URSS, el derecho a la autodeterminación, y reclamarlo, con razón, para los países de América Latina y el resto del mundo frente a Estados Unidos.
II. Los nuevos conflictos en el capitalismo mundial
Cabe preguntarse si, en paralelo, está llegando o no a su fin el proceso de internacionalización en el comercio, las inversiones directas, los movimientos de capital y las migraciones ocurrido después de la segunda guerra mundial, acentuado en la etapa de la globalización desreguladora desde los años 1980.
Este proceso no había hecho desaparecer a los Estados-nación, como algunos profetizaron, pues estos son siempre cruciales en el propio control del comercio y las finanzas y en el acceso a los recursos, junto a la determinación de las condiciones de uso de la fuerza de trabajo. Pero había permitido que la especialización internacional se acentuara y avanzara el capitalismo financiarizado, a la caza de más altos retornos de corto plazo. Se integró una parte sustancial de la producción de bienes en cadenas globales de valor, persiguiendo la reducción de los costos laborales y de insumos en cada etapa de los procesos productivos, desde la concepción y diseño hasta la manufactura, ensamblaje y comercialización de los bienes finales (Aglietta, et.al., 2019).
Pero se fueron encadenando episodios disruptivos, como la gran recesión de 2008-2009, originada en Estados Unidos por los desequilibrios financieros acumulados, la consagración de China desde hace una década como la primera economía exportadora con capacidad creciente de desplazar a las empresas occidentales, el impulso proteccionista parcial del primer gobierno de Trump, las amplias subvenciones de Biden a su industria tecnológica, las persistentes restricciones agrícolas y a parte de la industria en Europa, el aumento de costos energéticos provocado por la invasión rusa a Ucrania y, finalmente, la arremetida mercantilista del segundo gobierno de Trump. Todo esto ha ocurrido en medio de la consolidación del poder del “capitalismo de plataformas” y de la nueva renta digital proveniente de la explotación de datos en gran escala.
Como señala Arnaud Orain (2019),
lo que está desapareciendo de nuestro horizonte es el sueño de un planeta regido por una división internacional del trabajo al servicio de un crecimiento infinito de la riqueza, en el que las desigualdades, aunque inmensas, serían sin embargo ‘justas’ porque resultarían de una competencia libre y no distorsionada, garantizada por el poder público.
El desafío chino
El capitalismo estadounidense, originado en su dimensión industrial en el siglo XIX por impulsos estatales significativos que culminaron en el siglo XX con la internacionalización dominante de sus empresas -junto a las de países de Europa occidental y Japón- es hoy desafiado por la economía china. Esta combina el rol del Estado en un sistema de partido único con empresas de gran eficacia para sostener una estrategia exportadora y ahora tecnológicamente avanzada. No tardaron en aparecer en Estados Unidos concepciones neomercantilistas para promover los intereses de antiguas y nuevas oligarquías amenazadas por el poder exportador chino. Promueven políticas que poco tienen que ver con un mercado libre y se apoyan en el descontento de los trabajadores menos calificados perjudicados por la globalización y la automatización industrial y de servicios.
Estados Unidos experimentó una industrialización rápida en el siglo XIX. Después de la guerra civil de 1861-65, no solo asimiló los primeros impulsos de la revolución industrial europea sino que dio curso a una segunda oleada de innovaciones tecnológicas, incluyendo la extracción de petróleo y la electricidad. Combinó el proteccionismo con la expansión de los intercambios a partir de una dotación de recursos naturales abundante, apoyada en una inmigración creciente. Se transformó en la economía dominante en el siglo XX y después de la segunda guerra mundial fue artífice y beneficiaria del proceso de aceleración del comercio y de la internacionalización de las finanzas y las inversiones directas, en lo que se conocería como la mundialización y la globalización de la economía.
El resto de las periferias de la era de los imperios coloniales permaneció en el siglo XX en el rol de abastecedora de materias primas a los centros, siendo la del bloque soviético una realidad de otro orden entre 1917 y 1991. Una parte de la acumulación de capital se realizó, con el avance del transporte y las comunicaciones, mediante cadenas de producción internacionalizadas que incluyeron actividades en países que más tarde fueron llamados emergentes. Estas cadenas, dominadas por empresas situadas en Estados Unidos, Europa y Japón, deslocalizaron parte de su actividad hacia lugares de menores costos, regulaciones más laxas y accesos directos a mercados internos de cierta importancia. Entre tanto, se produjo un impulso industrializador por sustitución de importaciones en diversas periferias, pero también un giro exportador industrial desde los años 1970 en el caso de los llamados "tigres asiáticos" (Corea del Sur y Taiwan, territorios inicialmente más bien marginales y pobres, junto a Singapur y Hong-Kong, de reciente descolonización).
China, el país más poblado del mundo (ahora levemente superado por India), dejó atrás las convulsiones de la revolución iniciada en 1949 y logró planificar desde los años 1980 la instalación en su territorio de manufacturas de ensamblaje simple con inversión extranjera y orientación exportadora. Luego la expandió hacia la producción amplia de insumos y productos en cadenas de valor más cercanas a la frontera tecnológica de alta rentabilidad, con empresas mixtas o propias, estatales y privadas. Esto permitió a su economía, que no debe olvidarse era la más importante del mundo y origen de múltiples innovaciones antes de la revolución industrial europea, lograr una mayor competitividad sistémica y disputar progresivamente en lo que va de siglo XXI la hegemonía industrial más avanzada tecnológicamente a las empresas basadas en Estados Unidos, Europa y Japón.
En la etapa más reciente, nuevas fábricas con costos competitivos han ayudado a impulsar las ventas chinas de productos vinculados a la transición energética y a dominar esos mercados en el mundo. Los dispositivos fotovoltaicos, las baterías y los vehículos eléctricos son, en el lenguaje oficial chino, las “tres novedades” que dejan atrás a las “tres antigüedades”, es decir la producción textil, los muebles y los electrodomésticos de baja gama. Para impulsar esas nuevas cadenas de producción, China procura no quedar atrás en las tecnologías de la información, los microprocesadores y la inteligencia artificial, áreas en las que el gobierno y las empresas estatales, mixtas y privadas apoyadas por el gobierno invierten en gran escala. India está recorriendo un camino semejante, con un sector de inteligencia artificial que aumenta en cerca de un 40% anual, para lo que cuenta con 5,4 millones de ingenieros especializados en desarrollo de software, soluciones en la nube, tecnologías emergentes y robótica.
Entre 2015 y 2023, tanto el PIB de China como el de India crecieron a un promedio de 5,8% anual, más del doble del promedio mundial. La producción china representó en 2023 un 19% de la economía mundial a paridad de poder de compra, y la de India un 8%, mientras la de Estados Unidos alcanzó un 15% y la de la Unión Europea un 14% (más un 2% del Reino Unido). La de América Latina y el Caribe sumó un marginal 7% del total mundial y la de Chile solo un 0,3%.
La reacción del gobierno de Estados Unidos, a partir de la primera administración de Trump y luego bajo la de Biden, ha sido intentar evitar que las empresas chinas accedan a los chips para computador más avanzados. Hasta ahora los controles de exportación de Estados Unidos no han sido suficientes para alcanzar el objetivo de que los chips de mayor rendimiento fabricados por Nvidia no lleguen a manos de las empresas tecnológicas chinas. No obstante, probablemente estarían mucho más avanzadas en inteligencia artificial sin los controles de exportación estadounidenses: hasta ahora ninguna empresa china ha logrado fabricar chips avanzados de inteligencia artificial que compitan con los de Nvidia, ni tampoco el tipo de maquinaria compleja necesaria para producir esos chips.
¿Qué efectos tendrán los recientes anuncios proteccionistas de Trump? Estos incluyen, fruto de su obsesión infundada por los déficits comerciales bilaterales -que permiten, dentro de ciertos límites, ganancias de eficiencia por especialización productiva y que se financian con capitales externos que aumentan potencialmente la producción futura- al menos a los tres principales actores del comercio exterior de Estados Unidos que son China, Canadá y México. En el caso de este último país se busca evitar, además, una mayor instalación de empresas chinas en las fronteras con cero arancel, lo que ha venido ocurriendo con intensidad. Es posible que los mayores aranceles fortalezcan el empleo en una parte de la industria local, pero aumentarán los costos de la que usa insumos externos, además de poner en entredicho el Tratado de Libre Comercio de América del Norte que beneficia a muchos otros sectores de la economía de Estados Unidos. Este tratado fue renegociado en 2020 y se debe revisar en 2026. Ha conformado una integración productiva significativa entre los países de América del Norte, la que incluso hace circular entre ellos varias veces diversos bienes antes de su puesta en forma para el consumo final. La industria automotriz estadounidense depende en gran medida de los insumos y los repuestos originados en los dos países fronterizos, mientras un 16% de los vehículos vendidos en Estados Unidos proviene de México y el 7% de Canadá. La imposición de aranceles afectará rápidamente los precios de venta, como también lo hará el incremento de aranceles de bienes provenientes de China.
Trump ha insistido en que las empresas extranjeras pagarán los nuevos aranceles, pero en realidad estos lo son por las empresas que importan los productos. Cuando la situación de mercado se lo permite (dependiendo de la elasticidad-precio de la demanda) estos costos se transfieren a los consumidores y no son absorbidos por las empresas mediante disminuciones de utilidades. Trump ya impuso aranceles altos en 2017, incluidos gravámenes de hasta 25% sobre el precio del acero y el aluminio y de 15% a una variedad de productos provenientes de China. Un estudio gubernamental, citado por The New York Times, encontró que los aranceles sobre el acero y el aluminio aumentaron la producción estadounidense de esos metales en 2,2 mil millones de dólares en 2021, pero las manufacturas estadounidenses que los utilizan para fabricar autos, empaques de alimentos y electrodomésticos tuvieron que asumir costos más altos y terminaron con una reducción de 3,5 mil millones de dólares en su valor de producción.
Las nuevas medidas proteccionistas producirán represalias. Durante el primer mandato de Donald Trump, la Unión Europea, China, Canadá y otros gobiernos respondieron imponiendo aranceles a productos estadounidenses como soja, whisky, jugo de naranja y motocicletas, lo que llevó a que algunas exportaciones de Estados Unidos se desplomaran. Esto le podría servir a China, además, de justificación para devaluar su moneda y mejorar su posición comercial, cuyo gobierno durante los años 2018 y 2019 ya permitió que el renminbi se debilitara como respuesta a las políticas comerciales de Trump.
Estas medidas no impedirán que China siga aumentando su capacidad de producción interna con tecnologías avanzadas y fortalezca su competitividad, a pesar de sus recientes problemas en el sector financiero e inmobiliario, el manejo rígido de la pandemia de covid-19, el lento crecimiento de su consumo interno y el aumento del desempleo juvenil. A la vez, perder parte del mercado de Estados Unidos llevará a China a derivar más productos al resto del mundo y a desplazar más industrias en muchas partes, incluyendo Europa.
El avance tecnológico en China superó en la actual etapa el umbral de asimilar propiedad intelectual extranjera. Las principales universidades chinas publican artículos de investigación de alto impacto al nivel de las estadounidenses, y lo mismo ocurre con sus registros de patentes. En algunos campos están por delante, como en ciencia de los materiales. China no solo produce los paneles solares más baratos, sino también los más eficientes, y su industria automotriz lidera la transición hacia el modo de transporte del futuro, con modelos que superan en tecnología y costos, por ejemplo, a los fabricantes alemanes. Volkswagen, el mayor productor de automóviles en el mundo, está invirtiendo en sus fábricas de autos eléctricos instaladas en China, incluyendo la introducción de al menos ocho nuevos modelos eléctricos hacia 2030, mientras disminuye su producción en Alemania. El World Economic Forum subraya que China, como principal socio comercial de más de 140 países, es uno de los mejor situados para definir el ritmo y la velocidad de la transición verde de las cadenas de suministro mundial. Esto aumentará su poder económico, y también en algún grado su influencia política en el mundo, mientras es poco probable que el de Estados Unidos aumente de modo significativo.
Los impactos de la vuelta a la visión mercantilista
La visión mercantilista de Trump no solo abarca a la política comercial, sino que es una lógica de poder y de dominación global que reemplaza los antiguos argumentos de Montesquieu sobre el “dulce comercio” que atenúa las guerras entre Estados y de Adam Smith y David Ricardo sobre los beneficios mutuos entre los participantes de la división del trabajo y de la especialización según las “ventajas comparativas” en escala internacional. Una cosa es constatar que estos enfoques pueden llevar a anclar estructuralmente a países en la extracción de recursos sin elaboración industrial y que se debe considerar la creación de "ventajas comparativas dinámicas" mediante políticas industriales y de diversificación que promuevan en el cambio tecnológico y el uso de conocimiento aplicado para aumentar sus niveles y calidad de vida, y otra muy distinta es adherir al mercantilismo basado en la confrontación económica y militar entre las naciones.
Señala Orain (2019) que
si bien la mayoría de los pensadores mercantilistas, como Antoine de Montchrestien (1575-1621) o Barthélémy de Laffemas (1545-1612), estaban convencidos de que el afán de lucro era un motor útil para la creación de riqueza, también creían …que el poder debía regular, orientar e incluso reprimir este afán para que beneficiara al Estado.
Este debía poner la codicia individual al servicio del interés nacional mediante controles, inspecciones y derechos de aduana. Según ellos, era imposible que todos los países se enriquecieran al mismo tiempo y que todos los comerciantes pudieran crecer simultáneamente. Como afirmaba Montchrestien:
se dice que uno solo pierde cuando el otro gana. Esto es cierto, y se nota más en el comercio que en cualquier otra cosa.
El parentesco con las afirmaciones actuales de Trump es notorio, que entiende la dinámica económica como una de suma cero.
El mercantilismo de los siglos XVI al XVIII organizó, a escala mundial, una economía de depredación basada en la fuerza y en una vasta empresa naval y militar de apropiación de recursos y mercados sobre bases monopolísticas. El modelo general europeo fue relativamente simple: gracias a un desarrollo sin precedentes de los arsenales y las marinas de guerra, una fuerza naval pública proveniente de un poderoso Estado-nación y, en ocasiones, privada, se apoderaba de territorios y/o mercados anteriormente controlado por sociedades autóctonas. La fuerza naval se estructuraba bajo la forma de una única compañía por zona geográfica o por producto. Establecía fuertes, puestos comerciales, zonas de comercio y rutas comerciales y luego alimentaba y era alimentada por fábricas y manufacturas «reales», «privilegiadas» o «patentadas» en la metrópoli, dotadas de un monopolio de fabricación y comercialización. Estas compañías privadas de comercio y manufactura, pero bajo control del poder público, no aceptaban la competencia interna y se oponían por la fuerza a instituciones similares de potencias rivales. Dotadas de bases accionarias reducidas, mantenían oligarquías mercantiles en los grandes puertos atlánticos y en algunos centros industriales europeos de manufacturas monopolísticas. Eran dueñas de vastos conglomerados que organizaban la extracción, elaboración, transporte y comercialización -en una economía triangular que incluía a partes de Europa, África y América- de esclavos y mercancías (café, tabaco, algodón, telas, cacao, índigo, azúcar, especias, pieles, metales, porcelana). Se trataba de lograr una balanza comercial positiva arrebatando a otros los mercados y recursos que poseían.
El nuevo «patriotismo económico» procura ahora hacer renacer formas de capitalismo propias de la dominación colonial europea del siglo XIX, que Thomas Piketty denomina el “nacional-capitalismo”. Junto a la revolución industrial y tras consolidar el control por la fuerza de las rutas marítimas, las materias primas y el mercado textil mundial,
las potencias europeas impusieron tributos coloniales a todos los países que se resistieron, desde Haití hasta China, pasando por Marruecos. En vísperas de 1914, se enzarzaron en una feroz lucha por el control de los territorios, los recursos y el capitalismo mundial. Incluso se impusieron tributos entre sí, cada vez más exorbitantes: Prusia a Francia en 1871, luego Francia a Alemania en 1919: 132 mil millones de marcos oro, más de tres años del PIB alemán de la época. Casi el mismo tributo que se impuso a Haití en 1825, solo que esta vez Alemania tenía medios para defenderse. La escalada sin fin condujo al colapso del sistema y de la desmesura europea.
El neomercantilismo actual se propone buscar ventajas comerciales y prevalecer en la carrera por el control de recursos naturales como los minerales, tierras raras, hidrocarburos, tierras cultivables, agua y recursos de los océanos. Entiende que en el aseguramiento de su suministro y de sus vías de transporte solo se puede ganar a expensas del vecino. Esto ocurre en medio de la acentuación del movimiento general de concentración económica, al que se agrega ahora el ámbito de los grandes monopolios de red de la economía digital. Estos han terminado aliándose a las fuerzas políticas disruptivas para disminuir el peso regulador del gobierno. Luchan con fiereza contra las normas destinadas a mantener prácticas competitivas y prácticas de difusión en las redes digitales que minimicen la desinformación y la manipulación.
La incógnita es si un capitalismo ahora más «abiertamente depredador, violento y rentista» instaurará «la relación de fuerza armada como su horizonte natural, no como una lamentable excepción a veces necesaria para reforzar las reglas del mercado», según afirma Orain. El escenario principal serán los conflictos por el control del poder marítimo: el 80 % de los productos manufacturados y de los recursos naturales se transportan por barco. Por su parte, las zonas económicas exclusivas (creadas en 1982 por la convención de Montego Bay de la ONU), que reservan la explotación de los fondos marinos a los países ribereños, son cada vez más disputadas y ya cubren un tercio de la superficie marina. Contienen reservas de minerales, garantizan un tercio de la producción de hidrocarburos y albergan redes críticas (Internet, plataformas petrolíferas y eólicas).
Cabe preguntarse si este horizonte de conflictividad neomercantilista prevalecerá inexorablemente. No es evidente que una economía mundial de tintes geopolíticos acentuados se imponga por sobre el peso -y el predominio en muchos sectores- de las cadenas mundiales de valor y de las finanzas globalizadas. El neomercantilismo estratégico tienen costos. Un ejemplo: Europa dejó de fabricar paracetamol, un medicamento de uso extendido, en beneficio de China; hoy se propone recuperar su producción propia, pero al costo de un precio un 40% superior.
No se puede dejar de subrayar que la deslocalización de la producción desde los centros industriales tradicionales ha implicado que los bienes tecnológicos de consumo masivo no son producidos hoy en ninguna parte con una base exclusivamente nacional. Como destaca Thomas Friedman en su columna de The New York Times, un teléfono inteligente o un automóvil se producen hoy con partes y piezas provenientes de múltiples países. Apple declara que ensambla sus iPhones, computadoras y relojes con la ayuda de “miles de empresas y millones de personas en más de 50 países y regiones” que contribuyen con “sus habilidades, talentos y esfuerzos para ayudar a construir, entregar, reparar y reciclar nuestros productos”.
En el mundo actual, el PIB nacional es en buena medida una ficción contable. No hay economías aisladas: el comercio exterior representaba el 24% del PIB mundial en 1960, el 38% en 1980 y el 60% en la actualidad, lo que nunca antes había sucedido en la historia. Basta ver el descalabro que pueden generar en el corto plazo, al menos, barreras arancelarias a los vecinos en la industria automotriz en Estados Unidos, altamente integrada con México y Canadá.
No se puede, sin embargo, descartar la hipótesis de la calma después del temporal. Las escaladas arancelarias y las guerras comerciales tienen consecuencias para todo el mundo, incluyendo los negocios de las empresas basadas en Estados Unidos. Lo propio ocurre con las restricciones generalizadas a la población inmigrante.
En palabras de Piketty:
una primera debilidad del nacional-capitalismo es que las potencias, enardecidas, terminan devorándose entre sí. La segunda es que el sueño de prosperidad que promete el nacional-capitalismo siempre acaba defraudando las expectativas populares, ya que en realidad se basa en jerarquías sociales exacerbadas y en una concentración cada vez mayor de la riqueza. Si el Partido Republicano se ha vuelto tan nacionalista y virulento con respecto al mundo exterior, es principalmente debido al fracaso de las políticas reaganianas, que supuestamente debían impulsar el crecimiento, pero que en realidad lo redujeron y condujeron al estancamiento de los ingresos de la mayoría de la población. La productividad estadounidense, medida por el PIB por hora trabajada, era el doble de la europea a mediados del siglo XX, gracias a la ventaja educativa del país. Desde la década de 1990, se encuentra al mismo nivel que la de los países europeos más avanzados (Alemania, Francia, Suecia o Dinamarca), con diferencias tan pequeñas que no pueden distinguirse estadísticamente. El nacional-capitalismo trumpista gusta de exhibir su fuerza, pero en realidad es frágil y está acorralado…Si se razona en términos de paridad de poder adquisitivo, la brecha de productividad con Europa desaparece por completo. Con esta medida, también se observa que el PIB de China superó al de Estados Unidos en 2016. Actualmente es un 30 % más alto y alcanzará el doble del PIB estadounidense para 2035. Esto tiene consecuencias muy concretas en términos de capacidad de influencia y financiación de inversiones en el Sur, especialmente si Estados Unidos se encierra en su postura arrogante y neocolonial. La realidad es que Estados Unidos está a punto de perder el control del mundo, y las arremetidas trumpistas no cambiarán nada.
La fuerza del nacional-capitalismo radica en exaltar la voluntad de poder y la identidad propia, con el apoyo de los trabajadores menos calificados que han visto retroceder su posición social con la globalización y el cambio tecnológico. Su debilidad es que se topa con los enfrentamientos entre potencias. No será fácil para Estados Unidos, que ha garantizado el libre comercio desde 1945, poner ahora sus siete flotas al servicio exclusivo de los intereses estadounidenses y, quizá, de países vasallos. Además, no tiene una flota mercante propia, a diferencia de Europa y Asia, ni grandes astilleros, los que han sido deslocalizados.
Pero tal vez la debilidad decisiva del nacional-capitalismo es la necesidad empresarial (y también de los trabajadores calificados en los países de altos ingresos para mantener su nivel de vida) de preservar las cadenas globales de valor, o al menos lo principal de ellas, para evitar crisis económicas, sociales y financieras de envergadura, para no mencionar la necesidad de dar cuenta de la demanda de justicia económica y climática que proviene del Sur del mundo, sin lo cual las crisis políticas y migratorias en gran escala serán recurrentes.
¿Y los países periféricos?
Los países periféricos del sistema económico mundial, incluyendo los latinoamericanos, deberán encontrar vías para evitar su marginalización y declinación en medio de las actuales disputas entre bloques hegemónicos. Las nuevas incertidumbres han sobrevenido luego del fin de la globalización neoliberal de fines del siglo XX, de los diversos ciclos de altos precios de materias primas por la mayor demanda desde los países emergentes de inicios del siglo XXI, de la crisis global de 2008-2009 y de la crisis pandémica de 2020. Las inestabilidades se han acentuado en lo que va de siglo XXI, con una crisis financiera primero y más tarde con una crisis como la del Covid-19 que llevó a aumentar los endeudamientos de los Estados en todas partes.
A la par aumentaron los conflictos soberanos entre las grandes economías. Se ha pasado del comercio regido por una tendencia más o menos recurrente a disminuir barreras, fruto de las reglas establecidas gradualmente desde la segunda guerra mundial, a uno con rasgos de comercio administrado. El precedente fueron los acuerdos de libre comercio y protección de inversiones bilaterales o por zonas, los últimos de los cuales fueron el tratado Transpacífico -del que Estados Unidos se retiró- y el reciente avance en el acuerdo entre la Unión Europea y Mercosur, mientras fracasó el proyecto de acuerdo para un Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos (una especie de OTAN económica), todos ellos establecidos o negociados al margen de la Organización Mundial de Comercio. Este organismo multilateral no logró concluir la Ronda de Doha de desgravaciones arancelarias iniciada en 2001, centrada en agricultura y servicios. Los países industrializados del siglo XX han aumentado la tendencia a restaurar su competitividad levantando barreras proteccionistas. Su objetivo es volver a crear empleos bien remunerados para los trabajadores no calificados (sin educación superior), rezagados en la etapa previa de la globalización, aunque la automatización creciente (robots más inteligencia artificial) hace que esto no sea de fácil ejecución.
Estados Unidos favorece ahora incluso la repatriación de la producción previamente deslocalizada por las cadenas globales en países lejanos de bajos salarios, en un esquema de mayor “vecindad productiva” (nearshoring), mientras China ha acentuado su apoyo gubernamental a las exportaciones en gran escala y provocado desplazamientos de producciones industriales en muchas partes. Europa enfrenta una acentuada competencia con las empresas estadounidenses y chinas y está, confrontada, además, geo-estratégicamente con Rusia, lo que limitó el abastecimiento de energía barata, mientras sus ventas a mercados asiáticos son menos dinámicas que en el pasado reciente.
Las tres grandes economías aumentan sus disputas para garantizarse el suministro de insumos y recursos desde las periferias que amplíen su autonomía estratégica. El inicio del segundo gobierno de Trump testimonia de una agudización flagrante de estas pugnas hegemónicas, en las que las economías periféricas tienen poco que ganar y mucho que perder, salvo que aumenten su propia autonomía estratégica y fortalezcan sus interacciones regionales. Esto supone aprender las lecciones del pasado reciente.
El lastre del consenso de Washington
Desde los años 1980-90 se difundieron las recetas neoliberales con las recomendaciones del llamado "Consenso de Washington". Las políticas se orientaron a la liberalización del comercio, las finanzas y las inversiones externas y a la disminución general de la intervención del Estado. Esto incluyó minimizar la protección del trabajo, la inversión en infraestructuras, en educación avanzada y en salud y restringir la cobertura de los riesgos sociales. Su argumento fue que estas intervenciones sobre los mercados solo creaban rentas de situación para grupos específicos sin aumentar el crecimiento, que debía provenir de las fuerzas dinamizadoras que emanaran de la competencia en los mercados autoregulados. Las propuestas fueron resumidas por el decálogo de John Williamson (1990):
disciplina presupuestaria; reforma fiscal con bases imponibles amplias y tasas marginales moderadas; liberalización financiera, especialmente de las tasas de interés; tipos de cambio competitivos; liberalización comercial; apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas; privatizaciones; desregulaciones; cambios en las prioridades del gasto público a favor de salud, educación e infraestructura y garantía de los derechos de propiedad.”
Aunque la disciplina y simplificación fiscal siempre serán positivas -especialmente si se acompañan de una tributación progresiva y de gastos públicos ajenos al clientelismo y el favoritismo de intereses particulares- este enfoque omitió los efectos de las estrategias de apertura comercial y financiera indiscriminada, de liberalización general de los mercados y de disminución de impuestos y gastos públicos en aspectos como:
el debilitamiento de las instituciones, con la consecuencia de fragilizar la cohesión social y la estabilidad política;
la mayor inestabilidad financiera, el endeudamiento externo privado y público en condiciones desfavorables y aumentos de transferencias de rentas al exterior;
la disminución del dinamismo económico y del bienestar de la sociedad al mermar la provisión de bienes públicos de acceso abierto y sin costo marginal como las infraestructuras y los equipamientos colectivos, y de bienes con externalidades positivas como la educación, la salud y la investigación y el desarrollo tecnológico, manteniendo una especialización productiva con baja diversificación;
el debilitamiento del tejido productivo más frágil y vulnerable y la concentración de los mercados en manos de conglomerados rentistas con mayores economías de escala, sin la creación de opciones alternativas y aumentando las exclusiones, las desigualdades y las heterogeneidades estructurales de la economía;
la desprotección de los bienes comunes, a los que muchos pueden acceder pero en condiciones de oferta limitada y de sobre-explotación y degradación de los patrimonios naturales.
Los países de menores ingresos promedio suelen tener un desarrollo institucional y de promoción productiva deficiente por carecer de recursos para sostenerlo, con sistemas políticos permeables a los grupos de interés oligárquicos que los expone a políticas distorsionadoras de la asignación de recursos, como fijaciones arbitrarias de precios y de subsidios e impuestos en beneficio preferente de los grupos con más poder económico y capacidad de incidir en las decisiones públicas, lo que genera cadenas de ineficiencias a nivel de firma. Esas deficiencias no pueden ser removidas por sí solas por la liberalización del comercio. Antes bien, requieren de más instituciones reguladoras profesionales y no clientelares y de mejoramientos de las capacidades gubernamentales y, por tanto, de aumentos -y no de disminuciones- de los recursos destinados a esos fines.En palabras de Joseph Stiglitz (2004), “si existe un consenso hoy respecto a qué estrategias tienen más posibilidades de promover el desarrollo de los países más pobres en el mundo, es este: no hay consenso excepto que el Consenso de Washington no proveyó la respuesta. Sus recetas no fueron ni necesarias ni suficientes para un crecimiento exitoso, aunque cada una de sus políticas tuviera sentido para países particulares en tiempos particulares (...). Hubo una falla en la comprensión de las estructuras económicas de los países en desarrollo, focalizando en un conjunto de objetivos muy estrecho y en un conjunto muy limitado de instrumentos. Desde luego, los mercados por sí mismos no producen resultados eficientes cuando la tecnología está cambiando o cuando existe aprendizaje respecto de los mercados; estos procesos dinámicos están en el corazón del desarrollo y existen importantes externalidades en este tipo de procesos dinámicos, dando lugar a un importante papel para el gobierno. Los exitosos países del Este de Asia reconocieron ese rol; las políticas del consenso de Washington no lo hicieron”.
Bai, Jin y Lu (2024) muestran que "abrir una economía puede en el hecho reducir la eficiencia asignativa y exacerbar la mal-asignación de recursos” y que "las pérdidas pueden ser de un tamaño comparable a las mayores fuentes de ganancia de bienestar". La pregunta de por qué unos países han experimentado desde la revolución industrial más ganancias con el comercio que otros, o ninguna -Waugh (2010) encuentra en una amplia muestra de países que los más pobres no obtienen sistemáticamente ganancias del comercio- no obtuvo una respuesta satisfactoria con la aplicación de las políticas del Consenso de Washington, especialmente en América Latina.
La trampa de los ingresos medios
En cambio, diversos países asiáticos con economías de bajos niveles iniciales de productividad e ingresos crecieron a través de estrategias de industrialización exportadora basada en manufacturas. Esto les permitió alcanzar mayores escalas de producción, mientras la baja productividad de la agricultura tradicional permitió trasladar a trabajadores poco calificados a empleos industriales manteniendo salarios bajos. Esta combinación de menores costos unitarios a escala y bajos costos laborales hizo que los productos de estos países, en parte integrados en cadenas globales de producción deslocalizada, pudieran ser competitivos en los mercados mundiales a pesar de la menor productividad inicial de sus trabajadores.
A medida que las empresas exitosas fueron obteniendo ganancias de las exportaciones y arrastrado encadenamientos productivos hacia atrás, pudieron invertir en maquinaria y equipos y aumentar la productividad de los trabajadores. Conforme aumentaron los salarios, los trabajadores pudieron mejorar sus condiciones de vida, mientras las empresas y sus dueños pagaron más impuestos que dieron mayores márgenes a los gobiernos para invertir en infraestructuras, atención médica y servicios de educación. Con el tiempo, diversos segmentos avanzaron en complejidad productiva, con mayor valor agregado industrial, ampliando un ciclo expansivo virtuoso.
Fuente: World Economic Outlook Data Base, IMF, october 2024.
Esta orientación industrial exportadora a partir de muy bajos salarios e ingresos iniciales fue seguida en gran escala por China, con el antecedente previo de las experiencias de Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong-Kong. El crecimiento del PIB de China y otras economías emergentes asiáticas desde 1980 fue considerablemente superior al de las economías industrializadas avanzadas del G7 y al de las de América Latina y el Caribe, cuyo dinamismo ha sido similar en las últimas décadas (ver el gráfico), sin grandes disminuciones de las brechas de ingresos entre ellas. En cambio, la economía industrial china pasó en solo cuatro décadas de ensamblar componentes sin mayor complejidad a producir bienes de alta tecnología, incluyendo la robótica y la inteligencia artificial, los vehículos eléctricos y equipamientos electrónicos y de energía solar y eólica, erosionando en breve tiempo el predominio industrial norteamericano y europeo.
El paso a la diversificación productiva y la madurez tecnológica no es, sin embargo, replicable universalmente, pues las condiciones iniciales son muy distintas y la demanda mundial no tiene espacios para todos los que intentan un desarrollo exportador manufacturero basado en deslocalizaciones productivas desde los centros industriales de altos ingresos y la integración en cadenas globales de producción. Esto ha dado lugar a una literatura sobre lo que se ha denominado “la trampa de los ingresos medios”, que afecta a los países que no logran, luego de un impulso inicial, dinamizar la asignación de recursos hacia sectores de mayor complejidad. Predominan las empresas más rentables en el corto plazo en los sectores productivos y financieros extractores de renta, especialmente en los ciclos altos de precios de las materias primas con baja elaboración y baja capacidad de arrastre sobre el resto de la economía. Esto sigue orientando la matriz productiva hacia el sector extractivo, lo que es el caso de la mayoría de las economías latinoamericanas, con la excepción de México y en alguna medida Brasil.
El Banco Mundial (2024) ha terminado por diagnosticar que
la asignación eficiente de los factores de producción representa aproximadamente el 25% del crecimiento de la productividad en los países en desarrollo.
El otro 75% depende de otros múltiples factores, por lo que propone un esquema según el cual el crecimiento de los países de ingresos medianos se apoye en un cambio desde la inversión en capital físico a la incorporación de tecnología e innovación para producir una gama de productos más sofisticados, lo que supone fomentar que las empresas más productivas incorporen nuevas tecnologías y crezcan. De ese modo se impulsaría el crecimiento del empleo y la producción, además de crear efectos de arrastre hacia otras empresas. Para ese fin, se necesitaría una fuerza laboral más capacitada a medida que sus procesos de producción se vuelven más complejos. El primer paso sería la tradicional tarea de proporcionar sostenidamente educación primaria y secundaria a sus jóvenes, pero con un segundo paso que requeriría que las personas inviertan más en el desarrollo de sus habilidades y que los países inviertan en investigadores que contribuyan a la expansión del conocimiento en diversos campos. Se mejoraría de ese modo la expansión de largo plazo de las capacidades productivas con patentes para proteger la innovación y el financiamiento público de la infraestructura y de la ciencia básica (que son bienes públicos cuyo consumo no es divisible ni tienen un costo marginal), así como el gasto público en la educación y el cuidado de la salud (con importantes efectos externos positivos más allá de sus beneficiarios individuales), en tanto "capital humano" o capacidades humanas que se agregan al capital físico para constituir la capacidad productiva.
Estos listados de recomendaciones de política, que constituyen un nuevo sentido común, suelen caer en el vacío frente a los condicionamientos existentes en las relaciones centro-periferia. El Banco Mundial reconoce que los países de ingresos medios enfrentan, además, el desafío de poblaciones que envejecen rápidamente, un mayor proteccionismo en las economías de altos ingresos y la necesidad de acelerar su transición energética, con perspectivas poco halagüeñas:
En muchos países de ingresos medianos, la deuda gubernamental, que es más costosa para este grupo de ingresos que para cualquier otro, está en un nivel récord. Los esfuerzos tardíos de los bancos centrales de las economías avanzadas para normalizar la política monetaria y controlar la inflación mediante el aumento de las tasas de interés han incrementado los diferenciales soberanos (la diferencia entre los rendimientos de los bonos emitidos en los mercados internacionales por el país en cuestión y los ofrecidos por gobiernos con calificaciones AAA) y han elevado los costos de endeudamiento para los mercados emergentes, en algunos casos a niveles prohibitivos. Como consecuencia, las economías de ingresos medianos están siendo presionadas desde varios frentes: un espacio fiscal más restringido reduce la inversión pública y el margen para las reformas estructurales; un mayor servicio de la deuda pública desplaza el endeudamiento privado; y un mayor riesgo de estrés de la deuda soberana aumenta la incertidumbre política y frena la actividad económica. Estas dificultades se ven agravadas por otras. En algunos países de ingresos medianos, la fragilidad, el conflicto y la violencia están obstaculizando el desarrollo. Y en casi todos los países, el cambio climático está presionando al gobierno a replantear su estrategia de desarrollo.
Si bien en el pasado reciente los mencionados países asiáticos progresaron hacia una manufactura más sofisticada, fueron dejando la manufactura menos calificada a países de salarios más bajos que solo comenzaban el camino hacia la expansión de exportaciones manufactureras. Pero como señala Raghuram G. Rajan (2025),
ahora los trabajadores chinos poco calificados compiten con sus homólogos de Bangladés en textiles, mientras que los doctores en ciencias chinos compiten con sus contrapartes alemanas en vehículos eléctricos.
En la mayoría de las economías exportadoras de ingresos medios y bajos, aunque la manufactura llegue a estar en condiciones de funcionar con máquinas atendidas por trabajadores calificados, los trabajadores no calificados siguen siendo predominantes y se concentran en tareas simples y en la economía informal, en una dinámica en que la automatización implica menos empleos por unidad de producción, lo que debilita la demanda interna, y en que ya no existe suficiente demanda externa para sus manufacturas de exportación. Las tendencias a la automatización, la competencia continua de actores ya establecidos y un proteccionismo renovado en los países centrales, tienden a dificultar que los países de menos ingresos de Asia del Sur, África y América Latina sigan el camino del crecimiento liderado por exportaciones manufactureras, con la consecuencia de mantener una especialización centrada en exportaciones de materias primas poco elaboradas y de precios altamente oscilantes en los mercados mundiales.
Una estrategia de desarrollo basada en el aprendizaje de la complejidad productiva y la creación de economías de escala
La experiencia asiática y el estancamiento latinoamericano obligan a profundizar en el análisis de algunos de los factores determinantes del crecimiento. Más allá de las abundantes controversias en la materia, el crecimiento económico a largo plazo es producto del aumento de la cantidad disponible de factores de producción y de su productividad media, lo que resulta de una combinación históricamente determinada de procesos institucionales y de dinámicas sociales en el contexto de la dotación de recursos y de la especialización e inserción productiva de cada país en la economía mundial. Se compone de elementos tales como:
la incorporación continua de trabajadores y el incremento de sus capacidades, lo que requiere el mejoramiento del nivel educativo y de calificación para los procesos productivos, junto a condiciones generales de vida apropiadas;
la reposición y aumento de la cantidad y calidad del capital utilizado en la producción (infraestructura física, maquinaria, herramientas, instrumentos) y la disponibilidad de insumos productivos (bienes intermedios, materiales de origen vegetal y mineral, recursos de agua y otros aportes ecosistémicos);
el dinamismo de las ganancias de eficiencia en los procesos productivos, en especial en el aumento de economías de escala dadas las tecnologías disponibles y las innovaciones y sus impactos en las relaciones sociales existentes.
Las condiciones sistémicas de un crecimiento sostenible incluyen un entorno favorable a la innovación, regulaciones públicas efectivas para el funcionamiento de las actividades productivas en condiciones de preservación del ambiente y la salud humana, junto a estructuras distributivas entre clases y grupos sociales que favorezcan la interacción cooperativa en las empresas y entre la demanda y oferta agregadas. También incluyen el mejoramiento de las inserciones nacionales en las relaciones centro-periferia del sistema económico mundial que faciliten términos del intercambio favorables y amplíen la complejidad tecnológica y productiva en la agregación de valor, así como la capacidad de adaptación a las fluctuaciones globales y a los límites ambientales locales y planetarios. Y requieren de una gobernanza política y un funcionamiento de las instituciones que incidan positivamente en el uso eficiente de los recursos disponibles.
Estos factores determinantes del crecimiento pueden ser orientados por los gobiernos periféricos de modo parcial e infrecuentemente simultáneo, sin perjuicio de que algunos hayan logrado acercarse a su frontera de posibilidades en uno u otro ciclo económico. Pero nadie sabe exactamente cómo lograr aceleraciones perdurables en el tiempo con alguna receta general, dadas las condiciones estructurales iniciales distintas y un entorno global cambiante. Más allá de lo que pueda obtener una adecuada regulación macroeconómica de corto plazo, no parecen existir políticas uniformes de aplicación universal que produzcan milagros. Tampoco las sociedades, en el contexto de conflictos de intereses en ocasiones agudos, pueden dejar de interrogarse y deliberar acerca de “a quien” beneficia el crecimiento productivo y de los ingresos y “qué bienestar y resiliencia ambiental” produce o altera.
El “antiguo estructuralismo”, que en el análisis de las economías periféricas ponía el acento en el deterioro de los términos del intercambio y en la necesidad de la industrialización por sustitución de importaciones, ha evolucionado hacia el "neo-estructuralismo" (CEPAL, 2015) y los nuevos enfoques de “política industrial” (Stiglitz, 2012; Rodrik, 2024) que incluyen considerar la experiencia asiática de industrialización exportadora. Joseph Stiglitz (2019) sostiene que
las experiencias de largo plazo en crecimiento y estabilidad tanto de los países desarrollados como menos desarrollados, así como la comprensión teórica más profunda de las fortalezas y limitaciones de las economías de mercado, proveen el soporte para un ‘nuevo enfoque estructural’ del desarrollo.
Esta afirmación considera que una condición necesaria para que las naciones y territorios de menores ingresos logren aumentar su productividad y diversificación productiva es la de construir inserciones más favorables en las cadenas de producción y consumo a partir de tres constataciones. Primero, las ventajas competitivas de largo plazo no son las que dependen de la dotación relativa de factores de producción, sino las que han sido construidas a partir de esa dotación y que pueden o no mejorar la inserción externa, la diversificación productiva y los términos del intercambio. Segundo, en el actual estado de la innovación tecnológica, no existen a priori ventajas adquiridas para siempre y es posible construir espacios para actividades basadas en mayor trabajo calificado y mayor eficiencia productiva. Tercero, si las verdaderas ventajas competitivas de largo plazo son aquellas que han sido socialmente construidas, se requiere de políticas públicas selectivas que corrijan las fallas de mercado en la formación de capital físico y en la acumulación equitativa de capacidades humanas y los arreglos institucionales que lo hagan posible.
Los países deben, en este tipo de enfoques, acentuar su estrategia de evolucionar desde estructuras sectoriales de la economía con sectores líderes basados solo en la dotación de recursos naturales, frecuentemente en enclaves sin capacidad de arrastre sobre el resto de la economía. Sus planificaciones y programas de desarrollo están llamados a estimular la plena movilidad de los recursos de producción para ampliar los sectores dinámicos distintos de la agricultura y la minería extractiva, o bien aumentar en ellas la agregación de valor y encadenamientos hacia atrás y hacia adelante en distritos industriales de mayor diversificación en la producción de insumos y productos. Permitir el control de los sectores generadores de renta por inversiones extranjeras en términos desfavorables y sin creación adaptada y autónoma de conocimiento, suele impedir la inversión de esa renta en los sectores dinamizadores que aumentan la complejidad productiva.
Al mismo tiempo, estos enfoques consideran necesario mantener en el corto plazo políticas de promoción del pleno empleo y de control de la inflación de carácter contracíclico, junto a la vigilancia sobre la cuenta de capitales. La liberalización comercial, financiera y de capital indiscriminada suele ser generadora de crisis recurrentes y de ajustes que castigan la inversión pública y privada y mantienen una falta de dinamismo estructural.
La estrategia de largo plazo debe considerar que, si la fuente mayor de incrementos en el ingreso por habitante son los avances tecnológicos y de productividad, entonces debe tomarse en serio el argumento según el cual los mejoramientos en el aprendizaje productivo y en la adecuación de políticas a ese fin son un componente indispensable de los nuevos esfuerzos de crecimiento social y ambientalmente sostenibles. Las empresas tienen pocos incentivos para capacitar a sus trabajadores e invertir en investigación y desarrollo ya que, en palabras de Ricardo Hausmann (2023),
otras empresas podrían seducir a sus empleados y copiar sus ideas costosas. Al mismo tiempo, puede ser difícil coordinar los insumos -entre ellos, la electricidad, el agua, la movilidad, la logística y la seguridad- que son necesarios para hacer que una locación particular resulte adecuada para la manufactura. En consecuencia, se ha vuelto una práctica común que el gobierno comparta los costos de capacitación, subsidie la I+D mediante el sistema tributario y planifique zonas industriales (...) Estas políticas intervencionistas son beneficiosas para muchas industrias y deberían ser recurrentes". Siempre en palabras de Hausmann (2023), esta "política industrial implica una cooperación estrecha entre una amplia red de entidades públicas -que incluye ministerios de área, organismos de desarrollo económico, agencias de promoción de la inversión y zonas económicas especiales- y actores del sector privado.
La necesaria advertencia de que "la captura de políticas, la corrupción y las ineficiencias burocráticas pueden llevar a los gobiernos a exacerbar, en lugar de resolver, las fallas de mercado" no debe implicar que los países deban abstenerse de poner en práctica este tipo de políticas. Y tampoco abstenerse de llevar adelante políticas de seguridad, sanitarias, de urbanismo integrador y de preservación de la resiliencia de los ecosistemas de mayor intensidad -financiadas por sistemas tributarios con mayor peso y progresividad y mayor captación de las rentas de la extracción de recursos naturales- junto a intervenciones públicas que proporcionen infraestructura y espacios adaptados para la actividad productiva en colaboración con las administraciones locales, con la meta de avanzar hacia una mayor complejidad de la economía. Esta disposición hacia la innovación, la diversificación económica y el fortalecimiento institucional debe ser parte de los planes y programas de los gobiernos, aunque cometan errores en su diseño y ejecución, los que en cada caso pueden ser corregidos por sistemas institucionales cada vez más abiertos a la deliberación en procesos de aprendizaje continuo. En todo caso, asegurar esta gobernanza del aprendizaje económico e institucional es una condición necesaria para hacer efectiva la política industrial basada en capturar las externalidades positivas del aprendizaje y la innovación (“knowlege spillovers”) y contrarrestar las externalidades negativas relacionadas con el desplazamiento de empleos de menor calificación y remuneración y los impactos ambientales de la actividad productiva.
Por su parte, las visiones "neo-shumpeterianas" también conciben la innovación como proceso social basado en la difusión del conocimiento y de las tecnologías más productivas y en la capacidad de adaptación frente a variaciones del entorno económico e institucional. Autores como Aghion y otros (2021) sostienen que, en la búsqueda de aumentos de productividad en base a innovaciones que hacen obsoletos muchos de los procesos productivos prevalecientes, las empresas procuran adaptarse para mantener su rentabilidad y competitividad y algunas lo logran y otras no, lo que es parte del proceso económico que Joseph Schumpeter denominó "destrucción creativa". En él se produce un conflicto entre las empresas existentes y la entrada de nuevos actores en unos y otros sectores, que las primeras procuran dilatar de modo persistente, especialmente cuando disponen de un suficiente poder de mercado para mantener barreras a la entrada de competidores. Para los neo-schumpeterianos, las rentas no competitivas son en determinadas condiciones necesarias para rentabilizar los esfuerzos de innovación, por lo que consideran que resolver esta contradicción está en el corazón de las políticas industriales, con un componente de estímulo a la innovación y también de promoción de la competencia y de la inserción internacional que la favorezca. El mismo razonamiento se puede aplicar a la capacidad de adaptación frente a aumentos del costo laboral por incrementos salariales legales, disminuciones de jornada, aumento del gasto en horas extraordinarias o aumento del costo del despido, que acompañan los procesos de transformación económica y social.
En suma, los autores neo-estructuralistas y neo-schumpeterianos subrayan la importancia de las políticas de ampliación de externalidades positivas propias de determinadas actividades económicas y de innovación continua. Esto supone, además de una fuerte inversión sistemática en infraestructura y educación, de políticas de crédito y financieras, de competencia y de propiedad intelectual que consideren la identificación y priorización de los sectores más proclives al aprendizaje y que ostentan mayores externalidades positivas de esos aprendizajes.
Los planes, programas y políticas de crecimiento deben proponerse con todavía mayor énfasis y escala cultivar la dotación, creación y multiplicación de conocimiento, educación y difusión de tecnología orientadas al cambio de las estructuras y dotaciones productivas existentes y a aumentar la infraestructura pública, la capacidad empresarial y de innovación pública, social y privada en economías mixtas dotadas de capacidades de protección social y ambiental. También deben orientarse a remover las barreras competitivas por la presencia de información incompleta y asimétrica y las limitaciones de los mercados de capitales que no financian suficientemente a las empresas innovadoras en los sectores más complejos y más productivos en el largo plazo ni apoyan la inversión sin historia y de pequeña escala. Se debe ampliar una parte de los sistemas de financiamiento a las empresas más allá de los criterios de riesgo de mercado, pues la acumulación de conocimiento como bien público está asociada a las mencionadas externalidades positivas de difusión en el tejido productivo, cuya absorción, adaptación y transferencia se sitúa en el centro de la innovación y el crecimiento sostenible, lo que no pueden producir por sí mismos los mercados. La insuficiencia de las opciones de financiamiento privado de la educación, por su parte, refuerzan la necesidad de un financiamiento público consistente a lo largo del tiempo de esta área crucial para la transformación productiva.
Otros autores sugieren, además, fortalecer las exportaciones de servicios calificados (Rajan, 2025). En 2023, el comercio global de servicios creció un 5%, mientras el comercio de bienes disminuyó un 1,2%. Las mejoras tecnológicas durante la pandemia de COVID-19 permitieron más trabajo remoto y los cambios en las prácticas empresariales minimizaron la necesidad de presencia física. Como resultado, las multinacionales pueden atender a sus clientes desde cualquier lugar. En India, empresas multinacionales como JPMorgan y Qualcomm están contratando a graduados talentosos para trabajar en “centros de capacidad global”, donde ingenieros, arquitectos, consultores y abogados crean diseños, contratos, contenidos y software que se integran en bienes y servicios manufacturados vendidos globalmente.
La mayoría de los países de menos ingresos y productividad tienen una pequeña pero altamente calificada élite que puede exportar servicios especializados de manera rentable, dada la gran diferencia salarial en comparación con los países de altos ingresos. Los trabajadores que saben inglés (o español o francés) pueden tener una ventaja particular, y aunque solo unos pocos posean estas capacidades, tales empleos generan mucho más valor doméstico que el ensamblaje manufacturero de baja calificación, sin dejar de contribuir a la generación de divisas. Cada trabajador de servicios mejor pagado puede crear empleo local a través de su consumo. A medida que más trabajadores de servicios moderadamente calificados —desde taxistas hasta camareros— encuentren empleo estable, atenderán no solo la demanda de las élites, sino también la de otros trabajadores. Las exportaciones de servicios altamente calificados pueden llegar a ser una punta de lanza de un crecimiento laboral urbano más amplio.
Para Dani Rodrik (2024), la "gran mayoría de los buenos empleos de clase media del futuro" provendrán de sectores de servicios no sujetos a transacciones internacionales. Los sectores que absorben mano de obra, como el cuidado, el comercio minorista, la educación y otros servicios personales, en su mayoría no se comercializan a nivel internacional. Promover estos sectores no generaría tensiones comerciales de la misma manera que lo hacen las industrias manufactureras, y tendría consecuencias ambientales mucho menores. Las inversiones en habilidades y capacidades para los servicios modernos y la economía del cuidado pueden generar empleo con políticas apropiadas, como contratar a más jóvenes con educación secundaria para trabajar en guarderías y enseñar a los niños alfabetización y aritmética básica desde una edad temprana o capacitar a más personal de salud primaria que haga derivaciones a médicos calificados cuando sea necesario. Es menos probable que las economías centrales levanten barreras proteccionistas contra los servicios, cuya expansión desde los países periféricos implicaría un beneficio para sus consumidores y, potencialmente, una reducción de la desigualdad de ingresos doméstica.
Sin embargo, todo crecimiento del empleo de este tipo requiere de un aún mayor énfasis en las mejoras en la formación de la fuerza de trabajo. Algunas capacitaciones y actualizaciones de competencias pueden realizarse rápidamente, por ejemplo los graduados de ingeniería con conocimientos básicos de su campo pueden ser entrenados en software de diseño de última generación. Pero a mediano plazo, la mayoría de los países de ingresos medios y bajos deberán invertir grandes sumas en mejorar las condiciones no solo de la educación, sino también de la nutrición, la salud, la vivienda y urbanismo y el transporte público sostenible. Esta deberá financiarse, como se señaló, en un contexto internacional menos proclive a las ayudas al desarrollo, con una mayor captación nacional de la renta de la explotación de recursos naturales para la exportación y de mayores aportes tributarios de los grupos de altos ingresos.
Referencias
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