El fin del derecho internacional
El orden internacional establecido al término de la Segunda Guerra Mundial, luego de la victoria de la alianza liderada por Estados Unidos, la URSS y el Reino Unido contra la Alemania nazi, fue muy imperfecto. A ese trío se unió como miembro permanente en el Consejo de Seguridad, único órgano habilitado para usar la fuerza, Francia y mucho más tarde la República Popular China, todos con un derecho a veto que ha sido usado innumerables veces para tolerar guerras y agresiones. Pero al menos pretendía apegarse teóricamente a ciertos principios de coexistencia pacífica entre los Estados, a la solución de controversias en base al derecho y al respeto a derechos humanos universales.
En la actualidad, ya solo tiende a primar la fuerza y quienes la ejercen sin límites. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha hecho esa elección contra Palestina mediante bloqueos y masacres que buscan expulsar poblaciones y anexar territorios. Y ahora atacando "preventivamente" a Irán desde el 13 de junio, con el apoyo de Estados Unidos y del G7. Su objetivo declarado no es ya detener el programa nuclear desarrollado por Teherán, sino provocar la caída del propio régimen y terminar de reconfigurar el Medio Oriente en sus propios términos, mediante la fuerza militar y la violencia sin restricciones.
El poder teocrático iraní es indefendible por la subordinación oprobiosa de las mujeres, por su voluntad de hacer desaparecer del mapa a Israel y por sostenerse mediante la represión de su propio pueblo. Sin embargo, más que nunca es necesario recordar la necesidad civilizatoria del derecho internacional, en el momento en que la ley del más fuerte se ha convertido en la norma. Ese derecho establece que la "guerra preventiva" no es más legal ni legítima que buscar el cambio de un régimen unilateralmente por una potencia externa a través de la intervención y el uso de la fuerza.
Estados Unidos ha pisoteado el derecho internacional en muchas ocasiones en su historia, y de manera flagrante en 2003 al invadir Irak con el pretexto de la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, lo que resultó ser una mentira de Estado, avalada entre otros por el Reino Unido. Fue seguido en esa senda por la Rusia de Vladimir Putin, primero en Georgia a partir de 2008 y luego en Ucrania a partir de 2014.
No se trata solo de defender la necesidad de reglas internacionales para evitar el regreso de la lógica de los imperios que se disputan esferas de influencia, con pueblos y naciones sometidos a la ley del más fuerte, lo que incluye guerras sin fin en muchas periferias de las grandes potencias. También se trata de recoger las enseñanzas de la historia: los cambios de régimen impuestos desde el exterior generan regímenes dictatoriales criminales que terminan por no perdurar en el tiempo, fruto de las rebeliones de sus pueblos, o generan caos y guerras civiles en breves plazos. En el Medio Oriente, los recientes casos de Irak y Libia lo han demostrado con creces.
Durante su discurso de investidura el 20 de enero, Donald Trump, el presidente de la primera potencia militar del mundo, aseguró que su éxito se mediría “por las guerras que impida y, quizá aún más importante, por las guerras que no inicie”. Pero Donald Trump no es un factor de paz, sino que encarna una pretensión imperial que busca imponer su hegemonía. Es ahora un aliado del belicismo de Benjamín Netanyahu, como lo es también del de Vladímir Putin en el conflicto ucraniano. Al alinearse con el expansionismo militarista del primer ministro israelí y con el diseño de reconstrucción por la fuerza del imperio de los Zares del líder ruso, se ha asociado a mortíferos conflictos de larga duración para Estados Unidos, con la consecuencia de perturbar de modo prolongado la estabilidad del mundo.